
Él cruzó mares y montañas, siguiendo el eco de su nombre,
y en su tierra de sol ardiente, donde el cielo se viste de acero,
encontró en su mirada un hogar que nunca antes había sentido.
Ella, con la fuerza del viento del norte y la dulzura del atardecer,
le enseñó que el amor no se mide en distancias,
sino en el latido que une dos almas bajo un mismo horizonte.
Y así, entre campos dorados y susurros de caballos al viento,
se prometieron sin palabras que donde estuvieran,
sería siempre juntos































